jueves, 19 de julio de 2007

EL OCASO DEL DIOS PAN

EL OCASO DEL DIOS PAN
Cuento Mitológico a Rubén Darío “Panida Centroamericano”

Caprípedo y bicorne, el dios Pan -personificación de la Naturaleza- ya viejo y achacoso, dormita sentado en la concavidad de una musgosa piedra, como un íncubo grotesco en un tronco grotesco.

Tiene en sus manos la melodiosa flauta de siete tubos, cortados de aquel haz de cañas en que se metamorfoseó la ninfa Sirinx a la orilla del río Ladón, cuando ya la alcanzaba el enamorado egipán de cornígera frente.

Es un claro del bosque sagrado del Cilenio, en la Arcadia del Peloponeso, rica en manantiales y ganado de pezuña hendida.

Ahora, en su senil letargo, el dios de cabrunas patas, siente un cosquilleo en varias partes de su híbrido cuerpo y, al rascarse con sus afiladas uñas, cae de sus manos la tubular siringa, en cuyos dulces sones vibra aún el alma de la hermosa ninfa, que fue huidiza y recatada como pocas.

Despierta enojoso, y he aquí que halla a su alrededor un corro de hermosas ninfas de flotantes túnicas azafranadas, que exhalan burlona y cascabelera risa, llevando en sus manos varitas de fresno, con las cuales le hacían cosquillas al dios viejo, ora en el pabellón de sus orejas puntiagudas, ora entre la pelambre de sus axilas, ora en su barriga de profundo ombligo, o en la sensible hendidura de sus pezuñas.

Entonces las ninfas -de eterna juventud-, empezaron a burlarse del fauno senil con despiadados términos, y una Dríada, desprendida de los encinares, habló de esta manera:
---Mira lo que queda de ti, oh ventrudo fauno de estrellado pecho celeste, deidad grecorromana, mensajero de Atenas, peregrino y estratego, dios de pastores y rebaños; hijo de nada menos que del alado Hermes y de la ninfa Dríope, de belleza sin igual.

Así dijo, y el caducante Pan, estirando lentamente sus cansadas patas de macho cabrío, sonrió con estoica indiferencia.

Todas le fingieron vasallaje mediante rítmicas genuflexiones con vocingleras risas, y una Náyade de cerúleos ojos, habló y dijo:
--- Qué fue de tus pasadas glorias y de tus triunfales hazañas bélicas en las remotas Indias, en compañía del olímpico Dionisio, vinolento ya taumaturgo?...

--- Evohé! ---exclamaron las ninfas al oír el nombre del dios inspirador del ditirambo.

--- Que de aquellas fastuosas Lupercales y solemnes Hecatombes que celebraban griegos y romanos en tu honor? Qué de aquellos festines con profusión de néctar y ambrosía; escogidos vinos de Corinto, almibarados higos y amarillenta leche de ubérrimas cabras recién paridas?

Así habló, y Pan sibarita, sonriendo con su habitual dulzura acarició su barriga, hinchada como un odre.

Una Nereida, de níveos brazos, habló de este modo:
---Cuando naciste, oh gran Pan, el mismo Zeus tonante que amontona las nubes se recogió en su corazón, no obstante tu figura monstruosa, porque los dioses te hicieron de carácter alegre y seductor, y en tus años juveniles, raudo y bullicioso como Céfiro, el de alas de mariposa; y ahora, ya viejo, crees capaz de correr graciosamente, coronado de pámpanos, haciendo mil cabriolas en lo alto de las escarpadas rocas?... Ya no puedes ¡ay!, producir dulces melodías con tu musical siringa, para deleite de todas las criaturas que pueblan los collados, los bosques y los ríos de esta excelente Arcadia, fontanosa y pastoril. ¿Son tus ojos aún como de lince, que miran a través de los troncos y las rocas?... Ya ni para ariete sirve tu cabeza cornuda, y son endebles tus patas de macho cabrío. Tu barriga es como un tonel saturado de vino.

Dijo, y pinchóle el vientre con su varita de fresno.

El gran Pan, incapaz de conmoverse, siempre insensible, miraba con beatífica mirada el corro de juveniles ninfas de transparentes túnicas.

Una Oréada, de lindas caderas, pronunció estas hirientes palabras:
- Levántate, oh semidios mortal, y persíguenos si es que aún puedes retozar como lo hacías antaño, con tus lascivos arrebatos y tus eróticos clamores pánicos!...

Dijo, y añadió un insulto monstruoso:
-¡Sátiro impotente!-

Fue cuando el dios Pan inclinó la cabeza con lentitud, como un tirso endeble de marchita hiedra.

Una preciosa danzarina de doradas trenzas, llegose al fauno menguante, lo fue a coger por su barba de chivo para levantarle la cornuda testa... y una perla cayó sobre su cóncava mano blanca como paloma blanca.

-Callad!... por piedad! - clamó la ninfa de doradas trenzas.

Y bajando la voz:
-Está llorando-.

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