domingo, 27 de mayo de 2007

Leonor Oquendo

Si se me pidiera describir uno de los posibles prototipos para la mujer perfecta, muy probablemente el resultado seria este...

Leonor Oquendo,
la Flor mas Bella del Jardín Ajeno.

Leonor tiene el cabello largo, sedoso, brillante, de un color como nunca se ha vuelto a ver: era una mezcla de rubio cenizo con rojo castaño, con todas la tonalidades que van de un color al otro; además, como ocurre con el camaleón, cambia según la luz que lo ilumina. Así, cuando la ilumina el fuego del hogar o la luz de las candelas, el cabello de la mujer luce de un rojo oscuro, pero muy brillante. En cambio, con el resplandor de la luz electrifica se ve rubio claro, como el trigo maduro. Conforme las sombras la abrazan, la cabellera se va haciendo cada vez más dorada, poco antes de la penumbra ya tiene el color del oro viejo y en la semioscuridad, se le va haciendo rojizo. En la oscuridad de la noche, las hebras tienen un color castaño oscuro, casi marrón... Leonor siempre usa el cabello peinado hacia atrás, muy estirado, recogida la mata en un elegante moño que descansa sobre la nuca. Su frente es amplia, un poquitín abombada; ni una sola arruga la mancilla: su piel toda tiene la tersura, el color y el brillo de una perla rosácea.

Sus cejas, espesas y extensas, aprecian haber salido de la paleta de un artista; bajo ellas, los grandes párpados, bordeados con unas pestañas muy largas y rizadas, encierran los ojos más bellos que mortal ha visto en toda su infeliz vida de pecador. Son enormes, avellanados un poco oblicuos con relación a la cara, pues sus puntas externas apuntan sesgadas hacia arriba. Pese a su gran tamaño, no es fácil verles lo blanco: los iris consumen casi todo el humor, lo mismo que los ojos de las fieras. ¡Y que color! Como ocurría con el cabello, el color de esos ojos benditos encierran un abanico de tonalidades que iban desde el azul celeste hasta el verde botella. También como ocurre con la cabellera, varian de color según la luz que recibiesen. Con la luz eléctrica lucen azul claro, casi transparente; conforme la oscuridad se va adueñando de sus formas comienzan a verdear; en la penumbra ya parecen brillantes esmeraldas y en la noche cerrada el verdor se ennegrece. Algo muy parecido a los colores que muestra la mar a lo largo del día en una playa serena... unos ojos terribles, diabólicos. Es cosa tan solo de verlos, y rendir e albedrío.

El resto de sus facciones armonizan perfectamente con los ojos: la nariz es larga, recta, con unas ventanas delgadas y elegantes. Rematada en una punta un poquitín cuadrada con un graciosa hendidura en el centro que apenas podía verse; la boca, grande, tiene unos labios más tirando a delgados que a gruesos, pero muy carnosos; no eran rojos, más bien tenían el color de una rosa envejecida. Los dientes, blancos, brillantes como una luna llena, se alinean impecables bajo los labios. Todo ello enmarcado en un óvalo perfecto, del que apenas sobresalen una orejas hechas con cincel, unas mejillas suaves como mazapán y una barbilla enérgica que, como su nariz, insinuaba una hendidura en el centro.

Una escultura... el cuerpo de esa mujer es como una escultura griega. Era más bien alta. A pesar de los atuendos que inequívocamente la cubren, se adivina enseguida que debajo de la prenda se ocultan las formas de una Afrodita. Así lo insinúan sus esplendidos pechos que, erguidos, tensan al punto de romper la recia tela que los arropa; otro tanto ocurre con su talle: muy ajustado por sus vestidos, puede adivinarse cuan largo es, y es bien largo, estrecho y flexible, como una sierpe... Los brazos parten de unos hombros suaves pero firmes y son largos, esbeltos, exquisitamente torneados... lo mismo que los de un ángel. Los remarcaban unas manos que era cosa de verlas para aceptar que la naturaleza es capaz de crear semejantes portentos, y no hay más que decir de ellas...

Se no ser por la fina pelusilla que envolvía la piel, cualquiera habría jurado al ver ese cuerpo desnudo que estaba moldeado en mármol y que a Dios le había dado la gana de infundirle vida. Su espalda, recorrida de cabo a rabo por los huesecillos del espinazo, que se asomaban apenas como hileras de minúsculos ínsulas en el mar de su dorso, y con sus palelitas insinuadas en el lugar donde deberían nacer las alas, porque esta mujer lo único que le falta son alas para ser un arcángel... y los hoyuelos que se forman justo arriba de donde empiezan las ancas. Su vientre cuando estaba supina en el lecho: su curvatura suave, mórbida, no alcanzaba la altura de los huesos de la pelvis que sobresalen obscenos, desafiantes; bajo el vientre, como apresada por los formidables muslos, la suave pelambrera rojiza que protege y adornaba la puerta de su sexo.

(*) Cualquier similitud, parecido o semejanza con la realidad es sin duda resultado de la más fortuita de las casualidades.

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