La noche anterior a que me adentrara por el borde sur, nevaba rápida y copiosamente. Fue a mediados de mayo, por lo que la nieve no estaba suficientemente seca como para adherirse al terreno, sino mojado y a medio derretir. Sin embargo, al inicio del sendero la humedad teñía de un gris perla el suelo blando y aromatizaba el aire con la fragancia del pino ponderosa.
El sendero por el que iba, no seguía un curso tortuoso, sino recto hasta la orilla del cañón, daba un giro repentino y entonces descendía directamente cuesta abajo hasta alcanzar su destino: el fondo del cañón y las riberas del río, a una profundidad de más de mil metros.
Alguien con prisa había trazado ese camino, pensé, mientras apoyaba con firmeza cada discordante paso con mis bastones para caminata; alguien ansioso por bajar hasta las playas arenosas que descansan a la orilla del agua. Alguien ávido por llegar hasta su hogar.
El hogar. Puede parecer poco probable para nosotros que alguna vez fue realmente una morada. Durante 10 mil años al menos, hubo gente que vivió, amo, comercio y hasta cultivo en las profundidades del cañón. Lo pintaron y grabaron con sus nombres sus tradiciones, y llenaron de vida cada riachuelo, cada risco jaspeado y cada canto rodado. Y luego, hace apenas un siglo, los blancos recién llegados al cañón, abrumados por su belleza, decidieron que ningún asentamiento humano (salvo las construcciones que ellos mismos erigieron) abría de estropear jamás la vista del cañón. A los accidentes geográficos que tenían un nombre, un espíritu del pasado, les dieron otro.
“Toda la tierra del cañón esta cubierta con nuestra huellas. Es donde nacimos como tribu, donde algunos de nuestros clanes vivieron. Es a donde van nuestros espíritus cuando morimos. Es donde aprendimos la forma de vida y las enseñanzas que nos guían. Y la mas importante, es el respeto.”
El sendero por el que iba, no seguía un curso tortuoso, sino recto hasta la orilla del cañón, daba un giro repentino y entonces descendía directamente cuesta abajo hasta alcanzar su destino: el fondo del cañón y las riberas del río, a una profundidad de más de mil metros.
Alguien con prisa había trazado ese camino, pensé, mientras apoyaba con firmeza cada discordante paso con mis bastones para caminata; alguien ansioso por bajar hasta las playas arenosas que descansan a la orilla del agua. Alguien ávido por llegar hasta su hogar.
El hogar. Puede parecer poco probable para nosotros que alguna vez fue realmente una morada. Durante 10 mil años al menos, hubo gente que vivió, amo, comercio y hasta cultivo en las profundidades del cañón. Lo pintaron y grabaron con sus nombres sus tradiciones, y llenaron de vida cada riachuelo, cada risco jaspeado y cada canto rodado. Y luego, hace apenas un siglo, los blancos recién llegados al cañón, abrumados por su belleza, decidieron que ningún asentamiento humano (salvo las construcciones que ellos mismos erigieron) abría de estropear jamás la vista del cañón. A los accidentes geográficos que tenían un nombre, un espíritu del pasado, les dieron otro.
“Toda la tierra del cañón esta cubierta con nuestra huellas. Es donde nacimos como tribu, donde algunos de nuestros clanes vivieron. Es a donde van nuestros espíritus cuando morimos. Es donde aprendimos la forma de vida y las enseñanzas que nos guían. Y la mas importante, es el respeto.”
1 comentario:
No sé cuál es la idea de robar textos de otras personas como lo haces tú. Lo peor de robar de esa forma es cuando, para pasar inadvertido, te tomas la molestia de omitir información para no ser tan evidente. Para ti y para los que te leen. Este texto sobre el Gran Cañón lo escribió Virginia Morell y fue publicado en National Geographic el año 2006. Tú lo copiaste descaradamente, lo cambiaste y además, ¡¡¡lo escribiste con faltas de ortografía!!!
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